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Milei lanza una fuerza anti-inmigrantes sin presupuesto y sin plan: otro show represivo de Bullrich

Una nueva policía para perseguir migrantes mientras se desfinancia la seguridad real

La creación de la Agencia Nacional de Migraciones y la flamante Policía de Fronteras volvió a mostrar el mismo patrón que atraviesa todo el esquema de seguridad del gobierno de Javier Milei: anuncios ruidosos, lógica represiva, copia servil del modelo estadounidense y, detrás de la puesta en escena, un vacío absoluto de normativa, recursos y planificación real. Patricia Bullrich presentó la iniciativa junto a su sucesora, Alejandra Monteoliva, en un acto que funcionó más como despedida que como política pública concreta, y que dejó más preguntas que respuestas sobre un proyecto que trastoca la naturaleza constitucional de las migraciones y las convierte en un problema de “seguridad”.

El mensaje que amplifica la ministra es transparente: los inmigrantes pasan a ser tratados como amenaza. Nada de integración, nada de derechos, nada de lo que establece la Constitución al recibir “a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que quieran habitar el suelo argentino”. Ahora son un enemigo a controlar, una “realidad que nos sobrepasa”, según las propias palabras de Bullrich, como si la gestión del Estado quedara eximida de responsabilidades cuando se trata de administrar fronteras.

La jugada tiene un antecedente directo. Migraciones ya había sido extraída del Ministerio del Interior y colocada bajo el paraguas de Seguridad, un movimiento que el mileísmo justifica bajo la lógica del control y que, en términos prácticos, solo la convierte en una herramienta punitiva. No es casual: Milei replica el libreto de Donald Trump, quien montó su política anti-inmigrante sobre la demonización de extranjeros y la retórica del narcotráfico. Ese enfoque se tradujo en Estados Unidos en persecución sistemática por parte de la ICE. En Argentina, ese paralelismo es todavía más absurdo: el país no es un mercado relevante de consumo de drogas, y los cargamentos que cruzan la región tienen como destino final Europa. Pero para la Casa Rosada, repetir lo que dicta Washington es un deporte nacional.

La presentación de Bullrich y Monteoliva llegó sin un solo decreto que la respalde. No hay documentación oficial, no hay precisiones sobre estructura, funciones ni formación de la nueva fuerza. Nada está escrito y nada está presupuestado. La Dirección Nacional de Migraciones, que hasta hoy funcionó como ente descentralizado con recursos propios, queda absorbida por Seguridad sin claridad sobre cómo se financiarán los nuevos organismos. Lo poco que se sabe es que serán dos estructuras más que demandarán fondos que no existen. El presupuesto enviado al Congreso por Milei no contempla ni una línea para la Agencia ni para la Policía de Fronteras. Es decir, se anuncia una fuerza sin plata en un contexto en el que las cuatro fuerzas actuales —Policía Federal, Gendarmería, Prefectura y PSA— denuncian salarios de miseria, retiros masivos y personal obligado a trabajar de chofer de aplicación o de delivery para llegar a fin de mes.

La paradoja es brutal: mientras se crean organismos que no pueden sostenerse, se siguen vaciando los que ya existen. Bullrich lo sabe. Ella misma desplazó a miles de gendarmes de su función específica —el cuidado de las fronteras— para destinarlos a tareas de represión interna, desde el Congreso hasta cualquier protesta social. Lo mismo ocurrió con Prefectura, que debería garantizar la seguridad en ríos y costas, y con la Policía Aeroportuaria. Esa estrategia derivó en episodios de gravedad institucional, como el paso casi libre de los responsables del triple crimen de Florencio Varela o la visita del vicepresidente de Irán, detectado recién cuando él mismo publicó fotos en sus redes sociales. Con ese historial, la ministra pretende instalar que la solución es sumar una quinta fuerza de seguridad.

El problema es que ni siquiera las propias fuerzas creen en el proyecto. El rechazo interno es contundente. Integrar a efectivos de cuatro instituciones con culturas, funciones, entrenamientos y jerarquías distintas en una nueva policía es, según coinciden quienes conocen el funcionamiento real de los cuerpos, una fantasía impracticable. Los federales desconfían de los gendarmes, los prefectos tienen formación naval que nada tiene que ver con La Quiaca o con un aeropuerto, los gendarmes no están capacitados para manejar lancha patrullera, y las relaciones operativas con las fuerzas de los países vecinos —que requieren años de trabajo— quedarían desarticuladas de un día para el otro. Armar una estructura así no solo es técnicamente complejo, sino que requeriría tiempo y recursos que Milei no está dispuesto a poner.

En el acto, Bullrich desplegó su habitual verborragia sobre “control migratorio integral”, “mirada federal” y “fundamentos institucionales y jurídicos” que supuestamente se replican en distintos lugares del mundo. Pero detrás de esa nube retórica se esconde lo obvio: la precariedad tecnológica, la falta de inversión en los puestos fronterizos, el deterioro de la infraestructura y la ausencia de presupuesto para enfrentar un problema que la propia gestión generó al desmantelar a la Gendarmería y Prefectura en sus funciones naturales. Aun así, en lugar de admitir esa responsabilidad, el gobierno elige montar más show y anunciar una fuerza que ni existe formalmente.

La escena de este martes fue eso: un espectáculo vacío. No hubo normativa, no hubo plan, no hubo financiamiento. Hubo, sí, un gesto simbólico: el traspaso de Bullrich a Monteoliva, marcado por un “yo me corro” que funcionó como cortina final antes de dejar una estructura de seguridad más fragmentada, más ideologizada y más enfocada en la represión interna que en la protección real del territorio. Todo indica que el estilo continuará: copiar el modelo estadounidense sin análisis propio, perseguir migrantes como atajo político, desatender las fronteras, descuidar las otras fuerzas, improvisar estructuras sin presupuesto y sostener un discurso donde el ruido reemplaza a las políticas públicas.

Argentina, un país construido históricamente por migraciones, queda así atrapado en un proyecto que convierte a los recién llegados en sospechosos, mientras destruye las capacidades estatales para enfrentar los verdaderos problemas. En nombre de la seguridad, el gobierno reafirma un camino que combina violencia institucional, desinversión, desprecio constitucional y una peligrosa dependencia ideológica respecto de un modelo extranjero que no resuelve —y nunca resolvió— las necesidades del país. Es el enésimo capítulo de una gestión que gobierna desde el show y deja al Estado desnudo cuando más se lo necesita.

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