El gobernador bonaerense Axel Kicillof, acompañado por el jefe de Gabinete Carlos Bianco, encabezó una conferencia de prensa con los anuncios por restricciones en la provincia de Buenos Aires y aseguró que «No es una ola, es un tsunami», en referencia al incremento de casos registrados en las últimas semanas.
El viernes pasado, Kicillof volvió a dar uno de sus discursos con infinidad de cifras y detalles.
El viernes pasado, Kicillof volvió a dar uno de sus discursos con infinidad de cifras y detalles.

¿Qué debía hacer todo integrante del oficialismo más o menos prudente que quisiera contribuir a una salida no demasiado costosa del enredo que se armó en Hacienda en torno a las tarifas de energía y la continuidad del subsecretario del área? Ante todo, no hablar en público del asunto, y menos aún hacerlo para agitar más todavía el avispero.

¿Qué hace Kicillof? Mete la cuchara para “solidarizarse” con Federico Basualdo, felicitarlo por su tarea y enviarle sus mejores deseos. En pocas palabras, no solo toma partido por su facción, abiertamente, lo que no es ninguna novedad, sino que le deja en claro a los demás integrantes del oficialismo que le importan un rábano los costos que deban pagar por la crisis; al contrario, le interesa elevar esos costos hasta niveles insoportables. Eso y decirle a Guzmán que se vaya es más o menos lo mismo.

¿Qué debían hacer los gobernadores luego de que Alberto Fernández, el viernes pasado, desescalara al menos en los gestos el conflicto planteado con Horacio Rodríguez Larreta por las restricciones impuestas por decreto para combatir la segunda ola? Ante todo, convenía que acompañaran el tono de moderación, despolitización de la estrategia sanitaria y apuesta por recuperar algo de la confianza perdida de la población.

Fue lo que hicieron, al menos, gobernadores como Bordet y Perotti, que ahora sí acompañaron las limitaciones a la educación presencial reclamadas desde nación, tratando de que los afectados no se sumaran al coro de padres indignados que no ve la hora de arrojarse en brazos del jefe de gobierno porteño. Sin demasiado éxito, por cierto, pero trataron.

¿Qué hizo Kicillof?

Todo lo contrario. Volvió a dar uno de sus discursos castristas con infinidad de cifras y detalles que no venían a cuenta de nada, todo para insistir en una idea muy básica y primaria, que repite desde hace más de un año: de un lado están los que defienden la vida, como él, y del otro los mercaderes de la muerte. Y a continuación mandó al inefable Sergio Berni a volver locos a los porteños que se atrevían a invadir su provincia, con “controles sanitarios” en los accesos viales, que generaron un descomunal caos de tránsito, y una ola de indignación contra el oficialismo.

Indignación que, al menos así piensa el gobernador, a él no lo va a afectar, porque el rechazo de los porteños es para él costo hundido, ya sabe que ahí no va a conseguir ningún apoyo, ni le interesa siquiera buscarlo. Le conviene mucho más que la zanja que separa a ese distrito del suyo se profundice hasta volverse una frontera infranqueable, un muro de Berlín que separe a los justos de los pecadores.

Así va a poder presentarse frente a los bonaerenses como su protector más celoso contra los ricos y engreidos porteños, que encima quieren sortear los controles que él les interpone para infectar a sus gobernados. Desgraciados, no merecen ni justicia.

En síntesis, Kicillof estima que polarizando él gana, y si pierden Guzmán y Alberto mucho no le importa, es su problema.

A Kicillof, le conviene mucho más que la zanja que separa a la ciudad de Buenos Aires de la provincia se profundice hasta volverse una frontera infranqueable.

Lo mismo sucede con la inflación: es otro problema del gobierno nacional, no suyo. Lo que él necesita es que no suban las tarifas, y que sí suban las transferencias federales a sus arcas platenses. Por eso se esmera en mantener en su puesto a Basualdo, y si al mismo tiempo puede serrucharle el piso a Guzmán, mejor.

El gobernador bonaerense Kicillof, el ministro de Economía Guzmán y el subsecretario de Energía Basualdo (Foto: NA, AFP y Prensa Energía).

El entuerto en que se ha metido el oficialismo con estos asuntos me hizo acordar una frase que repetía Saúl Ubaldini en los años ochenta cuando los funcionarios de Alfonsín lo trataban de convencer de que si exigía aumentos de sueldos más altos de los que las empresas y el estado podían pagar, se trasladarían a precios, la inflación se iba a acelerarar y todos terminarían perdiendo. El líder cegetista siempre les respondía lo mismo, con una lógica política irrebatible: “los aumentos de sueldo son mi responsabilidad, la inflación es la de ustedes”.

Ubaldini tenía razón. Visto a la distancia puede criticarse su comportamiento por lo dañino que resultaría para la economía, pero se entiende por qué le proveyó a su sector un indudable éxito político, y por qué el alfonsinismo fracasó. El problema es que Kicillof hace lo mismo, pero no desde un sindicato, ni desde un centro de estudiantes. Aunque no se dé cuenta de la diferencia, lo hace desde la gobernación del principal distrito del país. Así, las cosas no pueden salir bien, ni para Alberto ni para Guzmán, ni tampoco para él. No hay chance.

TN