Esta escena transcurre en Lanús, dentro de un asentamiento precario. De un día para el otro, sin mediar palabra, un grupo de absolutos desconocidos intenta usurpar la plaza del barrio. Los vecinos entran en pánico y dan aviso a la policía de inmediato. Por la noche, las fuerzas de seguridad desarman la toma y todo vuelve a la calma.

Esta otra escena también transcurre en Lanús, sobre las vías del Belgrano Sur. Una muchedumbre agitada llega para ocupar el terreno. Un vecino mira desde la ventana de su casa y, harto, sale con una escopeta: lejos de llamar a la policía, amenaza a los intrusos con repelerlos a balazos. Convencemos al vecino que se vaya a su casa. Los intrusos se van.

La posibilidad de que una usurpación termine en una tragedia está a la vuelta de la esquina. Si el Estado no interviene, la guerra de pobres contra pobres detrás de las tomas se va a empezar a contar en muertos. O más muertos, en realidad, dado el antecedente reciente del asesinato del ex jefe de la barra brava disidente de River.

En ese contexto, la política tiene el desafío urgente de unificar una directiva clara respecto a que hay cosas que no se pueden hacer más en la Argentina. Tomar tierras no se puede. Tomar tierras es un delito.

Las usurpaciones son un negocio enorme, un negocio ilegal, de punteros de toda clase que se hacen millonarios loteando terrenos que no les pertenecen, vendiéndolos en cuotas y “administrándolos” en el marco de un esquema de protección perfectamente organizado, sin ningún detalle librado al azar.

Hay punteros políticos, pero también bandas de delincuentes y narcos, que además aprovechan las incursiones inmobiliarias para ampliar su presencia en el territorio en el que operan.

¿Es falso entonces que haya una necesidad habitacional? Por supuesto que no: el problema de la falta de vivienda, en especial en la provincia de Buenos Aires, es un drama histórico sobre el que cada tanto se montan estos inescrupulosos, en especial durante las etapas de crisis más profundas.

Tanto es así que en Lanús no había habido demasiados intentos de usurpación relevantes en los últimos cinco años, y ahora, de golpe, en un mes, hubo que impedir el equivalente a uno por semana. El último serio había sido en diciembre del año pasado, en los terrenos de ACUMAR del barrio Acuba, y se había resuelto con intervención policial, después de una batalla que duró una semana.

Para que esto no termine en una tragedia, de vuelta, es indispensable la decisión política de impedir que se multipliquen las tomas. Hay que poner el cuerpo para evitarlas, tener una actitud proactiva y no esperar a que la situación se torne irreversible. Cuando se está frente a una usurpación, la obligación es abortarla.

Lo que está en juego, en el fondo, es el control de la calle. Si manda el Estado o mandan las bandas. Si tienen miedo los vecinos decentes o tienen miedo los delincuentes.

No puede haber dos miradas sobre el problema de la inseguridad. Está creciendo la violencia, están volviendo los motochorros y aumentan los arrebatos en la vía pública. Les están pegando a nuestros viejos en sus propias casas en entraderas cada vez más violentas.

Hacen falta efectivos para prevenir, inversión y capacitación, pero sobre todo ese gran acuerdo respecto a que un delito es un delito y nunca ninguna otra cosa.

El autor es jefe de Gabinete y responsable del área de Seguridad del Municipio de Lanús.

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